Visibilidad y desmemoria. Una crítica a los modelos de medición bibliográfica desde la cita humanista
- On febrero 14, 2019
- Cienciometría, Citabilidad, Editores, Factor de impacto, revisión por pares, Visibilidad
Una vieja desconfianza hacia palabras que a pesar de ser ya habituales están ausentes del diccionario hace mirar con desdén términos que parecen provenir, no de una lengua que sí los tiene y usa para nombrar algo que falta en otra, sino de una zona que bordea la impostura. Eso ocurre con un término que se ha implantado en la jerga cienciométrica y en los decantados vergonzantes de la llamada “gestión del conocimiento”. Se trata del sustantivo “citabilidad”, que parece presidir ahora la agenda de las revistas académicas, los escalafones universitarios y las respuestas académicas a las exigencias globalizadas. ¿Es un simple derivado de un adjetivo que, como “citable”, tampoco es castizo? El objetivo de esta nota es partir de tal paradoja, postular que la citabilidad no es de ninguna manera un atributo interno de un texto y recordar algunas de las funciones de la cita en la tradición humanística y la ciencia social, con alguna estación en el ensayismo, la creación artística y la escritura de opinión. Se busca revisar las implicaciones que la adopción de un “criterio de citabilidad”, en caso de que algo así exista, tendría para nuestro trabajo como académicos y editores en un campo que no es el de las ciencias duras y la experimentación con la naturaleza.
En inglés, quotable es un adjetivo unido a alcances de memoria y valor estético, y en cualquier caso es una prerrogativa del lector, no del escritor o del publicador. Quien dice que algo se puede citar, o que es potencialmente parafraseable, copiable, no es quien produce o edita, sino quien recibe y luego usa lo leído. Aderezo de la conversación, reflejo del ingenio y de la capacidad para recuperar lo valioso de la tradición, se trata del rasgo por excelencia de enunciados que tienen una potencia de síntesis y sabiduría que asegura su lugar en la conversación y la escritura.
Se rescatan porque son memorables, vale decir recordables, útiles para explicar o apoyar algo en un momento de necesidad expresiva. De ahí su utilidad moral o también su apropiación superflua por aquel que sólo quiere deslumbrar. Hay autoridad en las citas, pero también están ahí como manera de rendir tributo a algo que se dijo en el inmediato o remoto pasado. Los lectores del Reader’s Digest recordarán una de sus más famosas secciones, “Citas citables”, que como se sabe compendia desde 1922 anécdotas, chistes, aforismos, apotegmas y un largo etcétera de ingenio que demuestra el lugar que este artefacto cumple en las tecnologías de la memoria, en las máquinas que permiten recuperar para la cultura popular lo dicho de mejor manera por otros.
En la tradición literaria, pictórica y sapiencial de Oriente y Occidente, la imagen del sabio que interrumpe el fluir de la tinta para ponerse de pie, ir lentamente a su biblioteca, sacar un volumen del estante y buscar un pasaje subrayado que ha venido a su mente es de una iconicidad sorprendente. Lo que pasa en ese recorrido de ida y vuelta y lo que ocurre después en esa amorosa transcripción, a la que solo evocaremos con nostalgia si seguimos en esta carrera loca de visibilidad sin visión, está en la historia de la filosofía y la literatura, en la crítica y el periodismo, en las artes, la teología y la investigación.
Parece que los centones son uno de los antecedentes directos de nuestro culto de las citas. El diccionario nos dice que un centón era una “obra literaria, en verso o prosa, compuesta enteramente, o en la mayor parte, de sentencias y expresiones ajenas”. Como puede deducirse de esta definición, se cede del todo la voz, aunque subsiste un principio organizador que es enteramente dependiente de la sensibilidad de quien cita. Muy populares en la antigüedad clásica, los centones tenían una intención paródica o servían de reservorio para abastecer la conversación, razón por la que pasaron a la tradición letrada como despensa de voces autorizadas. Más llamativo aun es que el diccionario nos dé otras acepciones de la palabra, entre ellas la siguiente: “Manta hecha de gran número de piezas pequeñas de paño o tela de diversos colores”. Este último significado parece mantener el carácter de urdimbre y poner de presente la importancia que el zurcido tiene en la integración de piezas ajenas en la propia. Elegir y combinar entre lo disponible parecería ser el verdadero arte en los terrenos de la cita y la reseña.
Como se sabe, en la cultura contemporánea, la tradición de la cita tiene ilustres manifestaciones: el pastiche, el collage, la apropiación y la parodia son sólo algunas de las formas en que volver a lo dicho se ha vuelto indispensable en la cultura. El narratólogo Gerard Genette tuvo razón cuando reconoció en la cita una de las manifestaciones más acabadas de la intertextualidad, ese mecanismo que rige el funcionamiento de la cultura letrada y audiovisual. Lo mismo podemos decir de Mijaíl Bajtin, quien encontró en ella el sustento para un dialogismo que entendemos ahora como inherente a la creación cultural. Sin embargo, ninguna de las intenciones recreativas o inclinadas al culto de la tradición, en la larga vida de la cita, hace parte de la aspiración tecnocrática de nuestros días a convertir las publicaciones académicas en “citables”, a anticipar la recepción de los fragmentos de un texto y su inclusión en otro que pertenece al futuro, que como sabemos es imaginario. Perversiones como citar para que otros nos citen o, más aún, pagar para ser citados, son prácticas del todo ajenas, no a la economía simbólica de escritura y lectura, que siempre ha estado poblada de transacciones, sino al diálogo y las relaciones humanas que están detrás de un acto soberano como elegir qué palabras se convocan para iluminar lo que libremente se está diciendo. Hoy parece perfectamente normal que el evaluador de un artículo exija como requisito para su juicio aprobatorio que el autor lo haya citado.
Hay, entre estos dos extremos, una tradición propia del humanismo renacentista, que valdría la pena consultar a la hora de discutir si la medición de citas de un artículo y la frecuencia de aparición de fragmentos suyos en otros textos es válida como criterio de excelencia e “impacto”, esa otra palabreja, extraída esta vez de las ciencias físicas, y que parece querer entender la remisión de un texto a otro como un acontecimiento gravitacional fatal y del todo mensurable. Esta tradición, que encuentra su mejor expresión en el ensayo, género inventado por Michel de Montaigne en 1580, tiene una idea muy distinta de las razones por las cuales se cita, no sólo el prestigio o la fama –o la “visibilidad”, como dice el tercer término de la trinidad de barbarismos al uso―. Quiero creer que hay razón para asumir que esta disposición hacia la citación, a la vez ética y estética, ha estado presente en el proyecto humanístico occidental, por lo menos hasta el estallido de las “dos culturas” ―como las llamó C. P. Snow― a mediados del siglo XX.
La primera noción cara a Montaigne, cuando se habla de citas, es la de diálogo. Por eso, la doble acepción de la palabra. Citar es recordar lo dicho por un amigo –o por un enemigo, ya que Pólemos es convidado en las versiones ilustradas de la cita―, pero también es pactar un encuentro. La cita, en sus versiones humanísticas, críticas y sociológicas, es la representación en el texto de una apuesta relacional, de una preocupación por las palabras de los otros. Quien cita es curador —conservador— y guardián de la cultura. Los enunciados circulan para que cada quién los use, pero, a la larga, en ciencias sociales y humanas el formalismo ha cedido terreno y es evidente, como han mostrado la microhistoria, la historia cultural y la sociología del conocimiento, que detrás de lo dicho hubo seres concretos. Esto no significa ceder a la anécdota, ni caer en el biografismo, pero sí supone una obligatoria presunción personalista y un respeto por el contexto.
Esta inclinación a traer voces no persigue, sin embargo, un culto irreflexivo del pasado. Y de ahí viene uno de los sellos que el humanismo ha legado a la práctica de la citación, ahora amenazada por la automatización de la profesión académica y las exigencias absurdas de cuotas y porcentajes, de variables y constantes de aparición y mención, leídos ahora por softwares sofisticados. Convendría en este punto recordar a los cienciómetras algo que todo filósofo del lenguaje sabe después de Frege: que no es lo mismo mencionar una expresión que usarla. La cita aparece en la tradición ensayística y crítica a condición de que tenga actualidad, no de un requerimiento editorial, y a veces puede estar diseminada sin que sus rastros sean perceptibles. Dado que en las humanidades no hay progreso, todos los enunciados son cualitativamente contemporáneos entre sí y pueden ser traídos a cuento o no, de las más diversas maneras, a veces con mención y a veces sin ella.
El puritanismo hipócrita de citar siempre la fuente ha llevado a puerilidades y adefesios que no es preciso mencionar acá. Aunque vale la pena quizás señalar que hay, por ejemplo, revistas que tienen por política que uno de sus artículos sea escrito en contra de algo o de alguien, con el fin de suscitar una réplica y, por ende, aumentar el tráfico de sus propias menciones en otras publicaciones. Citar es dar juego presente a algo que quizás está perdido en una peligrosa mudez, y es potestativo de quien está escribiendo la opción de “actualizar” ―en todas sus acepciones―. No es raro ver, de manera explícita o implícita, cuando alguien cita a un autor ya no muy leído, un afán de “salvación”, como lo definió alguna vez Ortega y Gasset, o de “justicia a lo perecedero” en palabras de Adorno.
Desde Montaigne y los copistas y autores de notas al margen de la Edad Media que él conoció y parodió, la relación con la autoridad es de doble cara: y este es, entonces, el tercer rasgo de la cita humanista. Por un lado, se reconoce la primacía de lo que otros dijeron, pero, de manera sorprendente, esta recuperación nos da un lugar, nos permite hablar con quienes fueron mejores que nosotros sin sonrojarnos. Toda cita es, de alguna manera, una aspiración. Hasta el más torpe estudiante o aprendiz de comentarista está en condiciones de hablar de tú a tú con Platón. De ahí que una de las potencialidades implícitas de la cita, mantenida por fortuna hasta nuestros días, sea la del encomio, una mecánica aseverativa —como la llamó Riffaterre— que hace al lector pensar que lo citado tiene siempre alguna relevancia. En el polo opuesto, y parafraseando a Walter Benjamin, sólo lo nulo es “no citable”, en caso de que cupiera una forma negativa para el adjetivo discutido.
Como ha señalado de manera penetrante Liliana Weinberg en uno de sus estudios sobre el pensamiento hispanoamericano, el ensayo ―y, por ende, su tradición de la cita, en sus diferentes modalidades tipográfico―textuales― engendra familias de cultura y de pensamiento, formas de la amistad intelectual en las que la conversación, incluso por encima de geografías y épocas, juega un papel preponderante. Se trata de un cuarto rasgo, entonces, en el que se agencia afiliación, se configuran tendencias, líneas de pensamiento y acción, se fraguan agrupaciones que ayudan a parcelar lo decible y lo pensable según las afinidades y distancias de quienes discuten.
La misma Weinberg ha mostrado la importancia para el ethos humanístico de la buena fe, esa declaración que, a modo de rúbrica, aparece en el prólogo de los Ensayos de Montaigne, intitulado no por pura coincidencia “Al lector”. La cultura humanística de la referencia textual existe bajo un parámetro irrecusable: el lector debe partir de que la cita existe por alguna razón de peso y juega un papel éticamente irreprochable en el intento de comprensión que le prodiga el autor. Que en algunas épocas la Biblia, el Corán, los poetas románticos, Nietzsche o Salinger hayan sido usados para justificar el asesinato y la crueldad no es culpa de lo citado. Una disposición atenta y benevolente, a la que el crítico literario Georg Lukács definió como “orgullosamente cortés”, no tiene nada que ver con la sumisión, ni con la adhesión incauta a lo que otro dijo. Se trata de la versión medieval de la cortesia, tal como la estima George Steiner en su libro Presencias reales, y que connota, tanto disposiciones físicas, como respuestas emocionales hacia la aparición del forastero. Porque, en últimas, a quien citamos no es a nosotros mismos, con todo y que en la comedia académica de hoy ese extraño desliz —referir lo dicho por uno mismo en ocasiones anteriores, con el fin de completar un “estado del arte”― sea más común de lo que se cree.
Conviene en este punto decir que es importante, cuando no necesario, un grado de extrañeza con la cita, que el texto ajeno de alguna manera tenga una presencia disruptiva en el nuestro. Un exceso de familiaridad con la cita (nos) banaliza. Quien no lucha contra lo citado —y, más bien, lo asume como una obligación o una convención de la retórica corporativa― no merece ser leído. Es importante que la cita conserve alguna fuerza disruptiva, una individualidad que la saque de su cómoda predictibilidad. Hoy, en los miles y miles de artículos que se producen en la babélica industria académica de las universidades, no es difícil saber desde dónde habla el autor. El joven académico no sorprende a sus lectores y es fácil advertir qué nociones o conceptos componen su instrumental. Las más de las veces, las citas aparecen sin ser comentadas, una perversidad que sólo puede provenir de una cultura inclinada al manierismo informativo. Que cuando citemos no sea evidente el criterio de selección es un agravio hacia el citado y una vergüenza para el que cita. Recordemos que, en el centón, la única opción de originalidad que le queda al autor era elegir correctamente y hacer manifiesta su intención. Borges, cuando habló de Kafka, enseñó de manera memorable que citar es encontrar a alguien que nos prefigura. En ese sentido, una cita dice más del que cita que del citado. Más opuesto a este procedimiento, Nicolás Gómez Dávila, en uno de sus escolios, dejó dicho que “citar a un autor es demostrar que no se le ha asimilado”.
Ahora bien, la desaparición de quien cita parece deseable en el articulismo más o menos banal, más o menos pretensioso, que campea en los journals y que da puntos en los índices globales, controlados por corporaciones que, mientras prometen concentrar y medir la producción –la ideología de pluralismo en la Wide World Web produce sus revulsivos policiales―, vende ilusiones de notabilidad y distinción, dos presupuestos sociológicos inherentes a la concepción neoliberal del mercado de las ideas y al comercio de servicios y símbolos. Borrarse, esconderse, hablar de manera indirecta, es obligación cuando se quiere mandar una contribución a una revista y transitar lo previsible. Por lo mismo, y de acuerdo con las normas de etiqueta cancilleresca, conviene, si se quiere ser aceptado, que citemos algún artículo de esa publicación a la que mandamos el texto, con el fin de contribuir al esquema de réplica del negocio. De seguro, si el futuro está en las humanidades digitales, conviene pensar dos veces en esa aspiración de visibilidad absoluta que prometen los índices.
Esperpentos derivados de la mala asunción de la cita y su papel como huella de recepción y apropiación cultural —que el bibliometrismo más o menos pedestre usa para combatir la imposibilidad de predeterminar el significado, la influencia, el gusto y el entusiasmo por algo que ya escrito― han empezado a poblar el imaginario de los jóvenes profesionales que quieren hacer una carrera académica. A la sustitución del discurso crítico, ensayístico y de opinión por un articulismo científico ramplón, se han sumado nuevas realidades que encuentran en el culto irreflexivo de la cita una nueva tierra de nadie. Se sabe ya del infame tráfico de citas que circula entre académicos que buscan apalancar su producción banal al nivel de élite, las alianzas perniciosas entre revistas que se citan sus artículos entre sí para subir en los índices, profesores que piden ser incluidos como coautores en textos escritos por estudiantes y becarios para mantener “caliente” su presencia en el circuito, instituciones que se apoderan de temas y asuntos y proceden de manera tal que los acaban convirtiendo, a la fuerza, en hot topics, en trends de obligatoria discusión.
En Colombia y América Latina, como han mostrado varios investigadores, la normalización de los estudios en ciencias sociales coincidió con el creciente desarrollo de las universidades, el cual fue propulsado por el ingreso de cada vez más grandes contingentes a la alfabetidad y la producción de textos especializados. Y un segundo momento parece estarse viviendo ahora, con el incremento en la oferta de programas de formación posgraduada y el aumento —por lo menos nominal— en las apuestas de investigación, movilidad y proyección internacional a través de índices y redes sociales académicas. La respuesta estatal, como se sabe, nunca ha sido satisfactoria, y en este caos parece apalancarse en una noción de calidad confundida con cobertura y afán desmedido por los rankings. En un país donde los ministerios de educación y cultura han estado bajo el mando de personas que no tienen formación o trayectoria distinta a la política, que nunca han dado un curso, escrito una contribución académica o creado una obra de arte son comprensibles, pero no aceptables, los errores de la agencia nacional de investigación, Colciencias, que cada vez se muestra más inclinada a algo que resulta lamentable. No la aplicación violenta de modelos de ponderación y valoración del conocimiento de las ciencias exactas y naturales a las artes, las letras y las humanidades, algo que ha empezado a tener alguna discusión, aunque sin ningún resultado beneficioso para los humanistas, sino, peor aún, la adopción de esquemas que tienen más de esnobismo que de medida evaluativa. Como he tratado de mostrar hasta aquí, la citación es un punto crucial en este debate y los investigadores en humanidades deberían empezar por él.
Colegas míos que ven bondades en el criterio de citabilidad me advierten de algunas ventajas: se estimula el diálogo entre académicos cercanos, se contribuye al progreso de campos y problemas emergentes, se desmitifica la voz de autoridad, se ayuda a que los referentes se amplíen y sean más cercanos.
Pese a ello, hay que aclarar que tales bondades han estado también en las formas clásicas de citar ― más pluralistas y ricas que las actuales―, y que es peligroso entregar la estimación de las formas en que dialogamos con otras voces, en que retomamos lo que se ha dicho en otros contextos, épocas y regiones, a un método que privilegia lo cuantitativo y que sólo puede evitar su perversión con cada vez más rigurosos tribunales de ética académica, con la adopción de regímenes draconianos que no saben a qué recurrir para detectar el fraude y el pillaje.
De hecho, tal vez sea en la suscripción de una ética no instrumental y en la revisión atenta del ethos de la cita humanista donde pueda aventurarse un amago de respuesta a los dilemas engendrados por un término problemático y equívoco. ¿Acaso resisten el paso del tiempo aquellas cosas publicadas como “citables”? Ante el eco espurio de su propia proyección en el tiempo, más pretendida que lograda, ¿no cabría mejor sustituirlas por “olvidables”? Como señaló algún aforista, cuando algo evita a toda costa negar su propia contingencia es muy probable que su sentido sea contingente y, peor aun, del todo prescindible.
Efrén Giraldo. Profesor investigador de la Universidad EAFIT, en Medellín, Colombia. Miembro del comité editorial de la revista Co-herencia de la misma institución. Correo electrónico: capodistria@gmail.com
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